¿Un Dios que deja hacer? El mal y el dolor
¿Por qué existe el mal? ¿Qué sentido tiene el dolor? ¿Por qué Dios permite el mal? Estas son las preguntas que toda persona se hace en algún momento de la vida. Hacen referencia a uno de los grandes misterios del hombre.
Introducción
La existencia del mal en el mundo, especialmente en
sus formas más agudas y difíciles de entender, es
una de las causas más frecuentes del abandono de la
fe. Ante sucesos que parecen claramente injustos y
sin sentido y frente a los que nos sentimos
impotentes, surge de modo natural la pregunta de
cómo puede Dios permitirlo. ¿Por qué el Señor, que
es bueno, que es omnipotente, deja que ocurran males
semejantes? ¿Por qué personas sencillas, que
acarrean ya mucho peso en la vida, deben cargar con
el drama de una tragedia imprevista, como un
desastre natural? ¿Por qué Dios no interviene? Son
preguntas que no dirigimos al mundo, ni tampoco a
nuestros semejantes, sino a Dios, porque confesamos
que Él es el Creador y el Señor del mundo Estas
cuestiones, en cierta manera, desbordan los confines
de la Revelación y penetran en el misterio de Dios
mismo; al fin y al cabo, nada hay en la creación que
escape a la sabiduría y a la voluntad de Dios. Del
mismo modo que no podemos abarcar la infinita bondad
de Dios, tampoco podemos sondear completamente sus
proyectos. Por eso, muchas veces, la mejor actitud
ante el mal y el dolor es la del abandono confiado
en Dios, que siempre “sabe más” y “puede más”.
Pero es también natural que tratemos de iluminar el
oscuro misterio del mal, de modo que la fe no se
apague por la experiencia de la vida, sino que,
precisamente en esos momentos, siga siendo luz clara
en nuestro camino, «lámpara para mis pasos» (Sal
119,105).
El mal procede de la libertad creada
Dios no ha creado un mundo cerrado, al que sólo
tenga acceso Él, ni tampoco ha hecho el mundo
perfecto. Lo ha hecho abierto a muchas posibilidades
y perfectible, y ha creado a los hombres y a las
mujeres para que lo habiten y lo completen con su
ingenio. Nos ha hecho inteligentes y libres y nos ha
dado espacio para desarrollar esos talentos. En ese
sentido Dios, al llamarnos a la existencia, nos pone
a prueba: nos encarga la tarea de hacer el bien
según nuestras posibilidades. Y eso es, con
frecuencia, una tarea fatigosa. «Negociad hasta que
vuelva» (Lc 19,13): como en la conocida parábola de
Jesús, los talentos no se pueden enterrar o
esconder: cada uno está llamado a hacer fructificar
su vida, a desarrollar lo que recibimos. Pero a
menudo no lo hacemos, o incluso hacemos todo lo
contrario, nos proponemos voluntariamente cosas
malas y las llevamos a cabo: somos, muchas veces,
culpables.
El verdadero mal, el que más hemos de temer: el
pecado. De él provienen los otros males de un modo o
de otro
La humanidad lo fue desde el principio, desde aquel
acto que fue cabeza de los demás males. Todo lo que
hay de mal en el mundo gira en torno a esto: al mal
uso de la libertad, a la capacidad que tenemos de
destruir las obras de Dios: en nosotros mismos, en
los demás, en la naturaleza. Cuando lo hacemos nos
privamos de Dios, se oscurece nuestro corazón, e
incluso podemos hacer que nuestra vida o la de otros
se conviertan en un infierno. Este es el verdadero
mal, el que más hemos de temer: el pecado. De él
provienen los otros males de un modo o de otro.
El sufrimiento como prueba o purificación
Pero entonces ¿el mal es siempre el fruto directo de
la culpa? Primero hay que aclarar qué es el mal. En
sí mismo no es más que la otra cara del bien, la
cara que la realidad muestra cuando el bien falta,
cuando lo que debería ser no es y lo que tendría que
estar presente no lo está. El mal es privación, no
tiene entidad positiva, es negatividad, y necesita
agarrarse al bien para existir. Sufrimos cuando
experimentamos esa ausencia de lo bueno. Desde
luego, la culpa, nuestra o de los demás, produce
siempre un daño; sin embargo, no siempre que
sufrimos un daño lo sufrimos por haber sido
culpables.
En la Sagrada Escritura el libro de Job trata con
profundidad este problema. Los amigos de Job quieren
persuadirlo de que las desgracias que el Señor le ha
enviado son consecuencia de sus pecados, de su
injusticia. Aunque no pocas veces sea así, porque
los delitos merecen un castigo –algo lógico según el
orden humano y también según el divino–, el caso de
Job nos muestra que también los justos y los
inocentes sufren. Refiriéndose a este libro sagrado
san Juan Pablo II escribió: «Si es verdad que el
sufrimiento tiene un sentido como castigo cuando
está unido a la culpa, no es verdad, por el
contrario, que todo sufrimiento sea consecuencia de
la culpa y que tenga carácter de castigo». De hecho,
para Job su sufrimiento supuso una prueba para su
fe, de la que salió fortificado. En ocasiones Dios
nos prueba, pero siempre nos da su gracia para
vencer y busca el modo de que podamos crecer en el
amor, que es el sentido último del bien.
Otras veces el sufrimiento tiene un sentido de
purificación. Así sucedió con Israel en el tiempo de
Moisés, cuando el pueblo era voluble y caprichoso.
Dios lo purificó con un largo viaje a través del
desierto, y así lo fue formando hasta que fue capaz
de entrar en la tierra prometida y reconocer la
fidelidad de Dios a su palabra. Con frecuencia, el
sufrimiento adquiere –en la Providencia divina– un
valor semejante, purificador. Existen personas que,
enfrascadas en el ajetreo de la vida, no se plantean
las preguntas decisivas hasta que una enfermedad, o
un revés económico o familiar, les lleva a
interrogarse más a fondo. Y es frecuente que se
opere un cambio, una conversión, o una mejora, o una
apertura a la necesidad del prójimo. Entonces el
sufrimiento es también pedagogía de Dios, que quiere
que el hombre no se pierda, que no se disipe en las
delicias del camino o entre los afanes mundanos. Por
tanto, aunque hay una medida de mal en la vida de
cada uno con la que cuenta la Providencia divina,
ese mal se revela en último término servicio al bien
del hombre.
El sufrimiento en la naturaleza
En esta luz adquiere también un cierto sentido el
sufrimiento natural, ese que está presente y como
inscrito en nuestro entorno creado: la fatiga del
crecimiento para saber más y progresar, la caducidad
de los seres, que envejecen y mueren, la falta de
armonización en los fenómenos naturales (que se
imponen como destruyendo el orden de la creación).
Sufrimientos que no podemos evitar, que no dominamos
ni controlamos, que están ahí, inscritos en la
naturaleza.
Cuando contemplamos una naturaleza desatada hemos de
pensar que el Señor nos presenta allí la figura de
un mundo en el que no puede reinar
En ocasiones se trata de males necesarios para que
puedan subsistir otros bienes. Santo Tomás pone el
ejemplo del león que no podría conservar su vida si
no diera caza al asno o a algún otro animal. Pero,
con frecuencia, se nos ocultan los bienes que puedan
tener relación con los sucesos trágicos de la
naturaleza. No es fácil entender por qué Dios los
permita, ni por qué ha creado un universo donde está
implicada la destrucción y que, a veces, no parece
estar regido por la Bondad y el Amor. Una posible
luz viene del hecho de considerar que, en general,
la destrucción originada por los fenómenos
naturales, tiene que ver, según
el designio creador, con nuestra libertad y con la
capacidad que tenemos de rechazar a Dios.
El hábitat en que vivimos y que tantas veces nos
maravilla con su belleza –el mundo físico– puede
también convertirse en un lugar horrible, de modo
semejante a como nuestro corazón, hecho para amar a
Dios y tener el Cielo dentro, puede también llegar a
ser un lugar triste y oscuro: si se abandona, si se
deja llevar por las semillas que planta el diablo.
De modo que, cuando contemplamos una naturaleza
desatada que causa destrucción sin miramientos ni
atisbos de justicia, hemos de pensar que el Señor
nos presenta allí la figura de un mundo en el que no
puede reinar y de un corazón que rechaza el amor y
la justicia. La profunda relación entre la Creación
y el hombre, que fue puesto como cabeza para que la
custodiase (cfr. Gén 2,15), se muestra también en
ese desorden.
Los hombres y también «la creación entera gime hasta
el presente y sufre dolores de parto» (Rm 8,22),
porque participa del proyecto creador y redentor de
Dios. Ella también «tiene la esperanza de ser
liberada de la corrupción» y «participar en la
gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21).
El sufrimiento redentor
Pero sin duda lo que ilumina de modo más importante
el sentido del mal es la Cruz de Jesús. Y junto a la
Cruz, la Resurrección. Su Cruz nos indica que el
sufrimiento puede ser el signo y la prueba del amor.
Más aún, que puede ser la vía de la destrucción del
pecado. Porque en la Cruz de Jesús el amor de Dios
lavó los pecados del mundo. El pecado no resiste, no
puede resistir, al amor que se abaja y se humilla
por el bien del pecador. Como expresa un famoso
personaje creado por Dostoievski, «la humildad del
amor es una terrible fuerza, la más fuerte de todas,
a la cual no hay nada que se asemeje».
En la Cruz, el sufrimiento de Jesús es redentor
porque su amor al Padre y a los hombres no retrocede
ante el rechazo y la injusticia humana. Él dio su
vida por los pecadores, los sirvió con su entrega
total, y así su Cruz se convirtió en fuente de vida
para ellos.
También nuestros sufrimientos pueden ser redentores,
cuando son fruto del amor o se transforman por el
amor. Entonces participan de la Cruz de Cristo. El
sufrimiento es fuente de vida: de vida interior y de
gracia para uno mismo y para los demás. En realidad,
no es el sufrimiento en cuanto tal lo que redime,
sino la caridad presente en él.
Ya en lo humano el amor tiene capacidad de modelar
la vida: la madre que no escatima esfuerzos por la
felicidad de sus hijos, el hermano que se sacrifica
por el hermano necesitado, el soldado que se juega
la vida por su pelotón. Son ejemplos que perviven en
la memoria y honran a sus protagonistas. Cuando ese
amor está motivado y fundado en la fe, entonces,
además de ser algo hermoso, es también divino:
participa de la Cruz y es canal de la gracia que
proviene de Cristo. Allí el mal se transforma en
bien, mediante la acción del Espíritu Santo, don que
procede de la Cruz de Jesús.
La última carta
Pero a todo lo que se ha dicho hasta ahora para
intentar explicar el sentido del mal se podría
añadir una consideración conclusiva. Y es que,
aunque el mal está presente en la vida del hombre
sobre la tierra, Dios tiene siempre en su mano una
última carta, es siempre el último jugador por lo
que se refiere a la vida de cada uno. Dios nos
quiere, nos aprecia, y por eso se reserva la última
carta, que es la esperanza del mundo: su amor
creador omnipotente. El amor que se manifiesta
también en la resurrección de Jesucristo.
Pues por grandes e incomprensibles que lleguen a ser
los dramas de la vida, mucho mayor es el poder
creador y re-creador de Dios. La vida es tiempo de
prueba y, cuando se acaba, empieza lo definitivo.
Este mundo es pasajero. Sucede con él como con el
ensayo de un concierto: quizá alguien se olvidó el
instrumento y otro no se aprendió bien la partitura
y un tercero está desafinando. Para eso están los
ensayos. Es el tiempo de ajustar, de armonizar
instrumentos, de adaptarse al director de la
orquesta. Luego, al fin, llega el gran día, cuando
todo está ya listo, y el concierto tiene lugar en
una sala fastuosa, en medio del alborozo y de la
emoción general.
La vida de Cristo no muestra sólo el amor de Dios
sino también su poder, el poder de devolver con
creces todo aquello que no correspondió a la
justicia, todo aquello en lo que pareció que Dios no
estaba presente, allí donde le dejó hacer al mal y
al dolor más allá de lo que llegamos entonces a
comprender. Jesús experimentó también su momento de
abandono (cfr. Mc 15,34), lo sufrió con amor, y a la
Cruz le siguió una eterna gloria. El último libro de
la Escritura, el Apocalipsis, nos habla de un Dios
que «enjugará toda lágrima» (Ap 21,4) porque Él hace
nuevas todas las cosas (cfr. Ap 21,5) y será fuente
de una felicidad sobreabundante.
¿Cómo ayudar a los que sufren?
En muchas ocasiones, ante el dolor ajeno nos
sentimos impotentes y solamente podemos hacer lo
mismo que el buen samaritano (cfr. Lc 10,25-37):
ofrecer cariño, escuchar, acompañar, estar al lado;
es decir, no pasar de largo. Algunas obras de arte
retratan al buen samaritano y al hombre asaltado con
el mismo rostro. Y puede interpretarse como que
Cristo cura y, a la vez, es curado. Cada uno de
nosotros somos, o podemos ser, el buen samaritano
que cura las heridas de otro, y en ese momento somos
Cristo. Pero a veces también necesitamos que nos
curen porque algo nos ha herido –una mala cara, una
mala contestación, un amigo que nos ha dejado– y
somos curados por un buen samaritano, que puede ser
el mismo Cristo cuando acudimos a Él en la oración,
o una persona cercana que se convierte en Cristo
cuando nos escucha. Y nosotros somos Cristo para los
demás, porque cada uno de nosotros somos imagen y
semejanza de Dios.
El sufrimiento permanece siempre como un misterio,
pero un misterio que por la acción salvadora de
Nuestro Señor nos puede abrir hacia los demás: «En
todas partes hay chicos abandonados o porque los
abandonaron cuando nacieron o porque la vida los
abandonó, la familia, los padres y no sienten el
afecto de la familia. ¿Cómo salir de esa experiencia
negativa de abandono, de lejanía de amor? Hay un
solo remedio para salir de esas experiencias: hacer
aquello que yo no recibí. Si tú no recibiste
comprensión, sé comprensivo con los demás. Si no
recibiste amor, ama a los demás. Si sentiste el
dolor de la soledad, acércate a aquellos que están
solos. La carne se cura con la carne y Dios se hizo
carne para curarnos a nosotros. Hagamos lo mismo
nosotros con los demás».