|
Su
niñez
San
Agustín nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste. Esa pequeña
población del norte de África estaba bastante cerca de Numidia, pero
relativamente alejada del mar, de suerte que Agustín no lo conoció
sino hasta mucho después. Sus padres eran de cierta posición, pero no
ricos. El padre de Agustín, Patricio, era un pagano de temperamento
violento; pero, gracias al ejemplo y a la prudente conducta de su
esposa, Mónica, se bautizó poco antes de morir. Agustín tenía
varios
hermanos; él mismo habla de Navigio, quien dejó varios hijos al morir y
de una hermana que consagró su virginidad al Señor. Aunque Agustín
ingresó en el catecumenado desde la infancia, no recibió por entonces el
bautismo, de acuerdo con la costumbre de la época. En su juventud se
dejó arrastrar por los malos ejemplos y, hasta los treinta y dos años,
llevó una vida licenciosa, aferrado a la herejía maniquea. De ello habla
largamente en sus "Confesiones", que comprenden la descripción de su
conversión y la muerte de su madre Mónica. Dicha obra, que hace las
delicias de "las gentes ansiosas de conocer las vidas ajenas, pero poco
solícitas de enmendar la propia", no fue escrita para satisfacer esa
curiosidad malsana, sino para mostrar la misericordia de que Dios había
usado con un pecador y para que los contemporáneos del autor no le
estimasen en más de lo que valía. Mónica había enseñado a orar a su hijo
desde niño y le había instruido en la fe, de modo que el mismo Agustín
que cayó gravemente enfermo, pidió que le fuese conferido el bautismo y
Mónica hizo todos los preparativos para que lo recibiera; pero la salud
del joven mejoró y el bautismo fue diferido. El santo condenó más tarde,
con mucha razón, la costumbre de diferir el bautismo por miedo de pecar
después de haberlo recibido. Pero no es menos lamentable la naturalidad
con que, en nuestros días, vemos los pecados cometidos después del
bautismo que son una verdadera profanación de ese sacramento.
"Mis padres me
pusieron en la escuela para que aprendiese cosas que en la infancia me
parecían totalmente inútiles y, si me mostraba yo negligente en los
estudios, me azotaban. Tal era el método ordinario de mis padres y, los
que antes que nosotros habían andado ese camino nos habían legado esa
pesada herencia". Agustín daba gracias a Dios porque, si bien las
personas que le obligaban a aprender, sólo pensaban en las "riquezas que
pasan" y en la gloria perecedera", la Divina Providencia se valió de su
error para hacerle aprender cosas que le serían muy útiles y provechosas
en la vida. El santo se reprochaba por haber estudiado frecuentemente
sólo por temor al castigo y por no haber escrito, leído y aprendido las
lecciones como debía hacerlo, desobedeciendo así a sus padres y
maestros. Algunas veces pedía a Dios con gran fervor que le librase del
castigo en la escuela; sus padres y maestros se reían de su miedo.
Agustín comenta: "Nos castigaban porque jugábamos; sin embargo, ellos
hacían exactamente lo mismo que nosotros, aunque sus juegos recibían el
nombre de 'negocios' . . . Reflexionando bien, es imposible justificar
los castigos que me imponían por jugar, alegando que el juego me impedía
aprender rápidamente las artes que, más tarde, sólo me servirían para
jugar juegos peores". El santo añade: "Nadie hace bien lo que hace
contra su voluntad" y observa que el mismo maestro que le castigaba por
una falta sin importancia, "se mostraba en las disputas con los otros
profesores menos dueño de si y más envidioso que un niño al que otro
vence en el juego". Agustín estudiaba con gusto el latín, que había
aprendido en conversaciones con las sirvientas de su casa y con otras
personas; no el latín "que enseñan los profesores de las clases
inferiores, sino el que enseñan los gramáticos". Desde niño detestaba el
griego y nunca llegó a gustar a Homero, porque jamás logró entenderlo
bien. En cambio, muy pronto tomó gusto por los poetas latinos.
Años juveniles
Agustín fue a Cartago a fines del año 370, cuando acababa de cumplir
diecisiete años. Pronto se distinguió en la escuela de retórica y se
entregó ardientemente al estudio, aunque lo hacía sobre todo por vanidad
y ambición. Poco a poco se dejó arrastrar a una vida licenciosa, pero
aun entonces conservaba cierta decencia de alma, como lo reconocían sus
propios compañeros. No tardó en entablar relaciones amorosas con una
mujer y, aunque eran relaciones ilegales, supo permanecerle fiel hasta
que la mandó a Milán, en 385. Con ella tuvo un hijo, llamado Adeodato,
el año 372. El padre de Agustín murió en 371. Agustín prosiguió sus
estudios en Cartago. La lectura del "Hortensius" de Cicerón le desvió de
la retórica a la filosofía. También leyó las obras de los escritores
cristianos, pero la sencillez de su estilo le impidió comprender su
humildad y penetrar su espíritu. Por entonces cayó Agustín en el
maniqueísmo. Aquello fue, por decirlo así, una enfermedad de un alma
noble, angustiada por el "problema del mal", que trataba de resolver por
un dualismo metafísico y religioso, afirmando que Dios era el principio
de todo bien y la materia el principio de todo mal. La mala vida lleva
siempre consigo cierta oscuridad del entendimiento y cierta torpeza de
la voluntad; esos males, unidos al del orgullo, hicieron que Agustín
profesara el maniqueísmo hasta los veintiocho años. El santo confiesa:
"Buscaba yo por el orgullo lo que sólo podía encontrar por la humildad.
Henchido de vanidad, abandoné el nido, creyéndome capaz de volar y sólo
conseguí caer por tierra".
San Agustín
dirigió durante nueve años su propia escuela de gramática y retórica en
Tagaste y Cartago. Entre tanto, Mónica, confiada en las palabras de un
santo obispo que, le había anunciado que "el hijo de tantas lágrimas no
podía perderse", no cesaba de tratar de convertirle por la oración y la
persuasión. Después de una discusión con Fausto, el jefe de los
maniqueos, Agustín empezó a desilusionarse de la secta. El año 383,
partió furtivamente a Roma, a impulsos del temor de que su madre tratase
de retenerle en África. En la Ciudad Eterna abrió una escuela, pero,
descontento por la perversa costumbre de los estudiantes, que cambiaban
frecuente de maestro para no pagar sus servicios, decidió emigrar a
Milán, donde obtuvo el puesto de profesor de retórica.
Ahí fue muy bien
acogido y el obispo de la ciudad, San Ambrosio, le dio ciertas muestras
de respeto. Por su parte, Agustín tenía curiosidad por conocer a fondo
al obispo, no tanto porque predicase la verdad, cuanto porque era un
hombre famoso por su erudición. Así pues, asistía frecuentemente a los
sermones de San Ambrosio, para satisfacer su curiosidad y deleitarse con
su elocuencia. Los sermones del santo obispo eran más inteligentes que
los discursos del hereje Fausto y empezaron a producir impresión en la
mente y el corazón de Agustín, quien al mismo tiempo, leía las obras de
Platón y Plotino. "Platón me llevó al conocimiento del verdadero Dios y
Jesucristo me mostró el camino". Santa Mónica, que le había seguido a
Milán, quería que Agustín se casara; por otra parte, la madre de
Adeodato retornó al África y dejó al niño con su padre. Pero nada de
aquello consiguió mover a Agustín a casarse o a observar la continencia
y la lucha moral, espiritual e intelectual continuó sin cambios.
Excelencia de la castidad
Agustín comprendía la excelencia de la castidad predicada por la Iglesia
católica , pero la dificultad de practicarla le hacía vacilar en abrazar
definitivamente el cristianismo. Por otra parte, los sermones de San
Ambrosio y la lectura de la Biblia le habían convencido de que la verdad
estaba en la Iglesia, pero se resistía todavía a cooperar con la gracia
de Dios. El santo lo expresa así: "Deseaba y ansiaba la liberación; sin
embargo, seguía atado al suelo, no por cadenas exteriores, sino por los
hierros de mi propia voluntad. El Enemigo se había posesionado de mi
voluntad y la había convertido en una cadena que me impedía todo
movimiento, porque de la perversión de la voluntad había nacido la
lujuria y de la lujuria la costumbre y, la costumbre a la que yo no
había resistido, había creado en mí una especie de necesidad cuyos
eslabones, unidos unos a otros, me mantenían en cruel esclavitud. Y ya
no tenía la excusa de dilatar mi entrega a Tí alegando que aún no había
descubierto plenamente tu verdad, porque ahora ya la conocía y, sin
embargo, seguía encadenado ... Nada podía responderte cuando me decías:
'Levántate del sueño y resucita de los muertos y Cristo te iluminará . .
. Nada podía responderte, repito, a pesar de que estaba ya convencido de
la verdad de la fe, sino palabras vanas y perezosas. Así pues, te decía:
'Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo´. Pero ese 'pronto' no
llegaba nunca, las dilaciones se prolongaban, y el 'poco tiempo' se
convertía en mucho tiempo".
El
ejemplo de los Santos
El relato que San Simpliciano le había hecho de la conversión de
Victorino, el profesor romano neoplatónico, le impresionó profundamente.
Poco después, Agustín y su amigo Alipio recibieron la visita de
Ponticiano, un africano. Viendo las epístolas de San Pablo sobre la mesa
de Agustín, Ponticiano les habló de la vida de San Antonio y quedó muy
sorprendido al enterarse de que no conocían al santo. Después les
refirió la historia de dos hombres que se habían convertido por la
lectura de la vida de San Antonio. Las palabras de Ponticiano
conmovieron mucho a Agustín, quien vio con perfecta claridad las
deformidades y manchas de su alma. En sus precedentes intentos de
conversión Agustín había pedido a Dios la gracia de la continencia, pero
con cierto temor de que se la concediese demasiado pronto: "En la aurora
de mi juventud, te había yo pedido la castidad, pero sólo a medias,
porque soy un miserable. Te decía yo, pues: 'Concédeme la gracia de la
castidad, pero todavía no'; porque tenía yo miedo de que me escuchases
demasiado pronto y me librases de esa enfermedad y lo que yo quería era
que mi lujuria se viese satisfecha y no extinguida". Avergonzado de
haber sido tan débil hasta entonces, Agustín dijo a Alipio en cuanto
partió Ponticiano: "¿Qué estamos haciendo? Los ignorantes arrebatan el
Reino de los Cielos y nosotros, con toda nuestra ciencia, nos quedamos
atrás cobardemente, revolcándonos en el pecado. Tenemos vergüenza de
seguir el camino por el que los ignorantes nos han precedido, cuando por
el contrario, deberíamos avergonzarnos de no avanzar por él".
Gracia divina que todo lo puede
Agustín se levantó y salió al jardín. Alipio le siguió, sorprendido de
sus palabras y de su conducta. Ambos se sentaron en el rincón más
alejado de la casa. Agustín era presa de un violento conflicto interior,
desgarrado entre el llamado del Espíritu Santo a la castidad y el
deleitable recuerdo de sus excesos. Y Levantándose del sitio en que se
hallaba sentado, fue a tenderse bajo un árbol, clamando: "¿Hasta cuándo,
Señor? ¿Vas a estar siempre airado? ¡Olvida mis antiguos pecados!" Y se
repetía con gran aflicción: "¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta
mañana? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no voy a poner fin a mis iniquidades
en este momento?" En tanto que se repetía esto y lloraba amargamente,
oyó la voz de un niño que cantaba en la casa vecina una canción que
decía: "Tolle lege, tolle lege" (Toma y lee, toma y lee). Agustín empezó
a preguntarse si los niños acostumbraban repetir esas palabras en algún
juego, pero no pudo recordar ninguno en el que esto sucediese. Entonces
le vino a la memoria que San Antonio se había convertido al oír la
lectura de un pasaje del Evangelio. Interpretó pues, las palabras del
niño como una señal del cielo, dejó de llorar y se dirigió al sitio en
que se hallaba Alipio con el libro de las Epístolas de San Pablo.
Inmediatamente lo abrió y leyó en silencio las primeras palabras que
cayeron bajo sus ojos: "No en las riñas y en la embriaguez, no en la
lujuria y la impureza, no en la ambición y en la envidia: poneos en
manos del Señor Jesucristo y abandonad la carne y la concupiscencia".
Ese texto hizo desaparecer las últimas dudas de Agustín, que cerró el
libro y relató serenamente a Alipio todo lo sucedido. Alipio leyó
entonces el siguiente versículo de San Pablo: "Tomad con vosotros a los
que son débiles en la fe". Aplicándose el texto a sí mismo, siguió a
Agustín en la conversión. Ambos se dirigieron al punto a narrar lo
sucedido a Santa Mónica, la cual alabó a Dios "que es capaz de colmar
nuestros deseos en una forma que supera todo lo imaginable". La escena
que acabamos de referir tuvo lugar en septiembre de 386, cuando Agustín
tenía treinta y dos años.
En
las manos del Señor
El santo renunció inmediatamente al profesorado y se trasladó a una casa
de campo en Casiciaco, cerca de Milán, que le había prestado su amigo
Verecundo. Santa Mónica, su hermano Navigio, su hijo Adeodato, San
Alipio y algunos otros amigos, le siguieron a ese retiro, donde vivieron
en una especie de comunidad. Agustín se consagró a la oración y el
estudio y, aun éste era una forma de oración por la devoción que ponía
en él. Entregado a la penitencia, a la vigilancia diligente de su
corazón y sus sentidos, dedicado a orar con gran humildad, el santo se
preparó a recibir la gracia del bautismo, que había de convertirle en
una nueva criatura, resucitada con Cristo. "Demasiado tarde, demasiado
tarde empecé a amarte. ¡Hermosura siempre antigua y siempre nueva,
demasiado tarde empecé a amarte! Tú estabas conmigo y yo no estaba
contigo. Yo estaba lejos, corriendo detrás de la hermosura por Tí
creada; las cosas que habían recibido de Tí el ser, me mantenían lejos
de Tí. Pero tú me llamaste. me llamaste a gritos, y acabaste por vencer
mi sordera. Tú me iluminaste y tu luz acabó por penetrar en mis
tinieblas. Ahora que he gustado de tu suavidad estoy hambriento de Tí.
Me has tocado y mi corazón desea ardientemente tus abrazos". Los tres
diálogos "Contra los Académicos", "Sobre la vida feliz" y "Sobre el
orden", se basan en las conversaciones que Agustín tuvo con sus amigos
en esos siete meses.
Nueva Vida en Cristo
La víspera de la Pascua del año 387, San Agustín recibió el bautismo,
junto con Alipio y su querido hijo Adeodato, quien tenía entonces quince
años y murió poco después. En el otoño de ese año, Agustín resolvió
retornar a África y fue a embarcarse en Ostia con su madre y algunos
amigos. Santa Mónica murió ahí en noviembre de 387. Agustín consagra
seis conmovedores capítulos de las "Confesiones" a la vida de su madre.
Viajó a Roma unos cuantos meses después y, en septiembre de 388, se
embarcó para África. En Tagaste vivió casi tres años con sus amigos,
olvidado del mundo y al servicio de Dios con el ayuno, la oración y las
buenas obras. Además de meditar sobre la ley de Dios, Agustín instruía a
sus prójimos con sus discursos y escritos. El santo y sus amigos habían
puesto todas sus propiedades en común y cada uno las utilizaba según sus
necesidades. Aunque Agustín no pensaba en el sacerdocio, fue ordenado el
año 391 por el obispo de Hipona, Valerio, quien le tomó por asistente.
Así pues, el santo se trasladó a dicha ciudad y estableció una especie
de monasterio en una casa próxima a la iglesia, como lo había hecho en
Tagaste. San Alipio, San Evodio, San Posidio y otros, formaban parte de
la comunidad y vivían "según la regla de los santos Apóstoles". El
obispo, que era griego y tenía además cierto impedimento de la lengua,
nombró predicador a Agustín. En el oriente era muy común la costumbre de
que los obispos tuviesen un predicador, a cuyos sermones asistían; pero
en el occidente eso constituía una novedad. Más todavía, Agustín obtuvo
permiso de predicar aun en ausencia del obispo, lo cual era inusitado.
Desde entonces, el santo no dejó de predicar hasta el fin de su vida. Se
conservan casi cuatrocientos sermones de San Agustín, la mayoría de los
cuales no fueron escritos directamente por él, sino tomados por sus
oyentes. En la primera época de su predicación, Agustín se dedicó a
combatir el maniqueísmo y los comienzos del donatismo y consiguió
extirpar la costumbre de efectuar festejos en las capillas de los
mártires. El santo predicaba siempre en latín, a pesar de que los
campesinos de ciertos distritos de la diócesis sólo hablaban el púnico y
era difícil encontrar sacerdotes que les predicasen en su lengua.
Obispo de Hipona
El año 395, San Agustín fue consagrado obispo coadjutor de Valerio. Poco
después murió este último y el santo le sucedió en la sede de Hipona.
Procedió inmediatamente a establecer la vida común regular en su propia
casa y exigió que todos los sacerdotes, diáconos y subdiáconos que
vivían con él renunciasen a sus propiedades y se atuviesen a las reglas.
Por otra parte, no admitía a las órdenes sino a aquellos que aceptaban
esa forma de vida. San Posidio, su biógrafo, cuenta que los vestidos y
los muebles eran modestos pero decentes y limpios. Los únicos objetos de
plata que había en la casa
eran
las cucharas; los platos eran de barro o de madera. El santo era muy
hospitalario, pero la comida que ofrecía era frugal; el uso mesurado del
vino no estaba prohibido. Durante las comidas, se leía algún libro para
evitar las conversaciones ligeras. Todos los clérigos comían en común y
se vestían del fondo común. Como lo dijo el Papa Pascual XI, "San
Agustín adoptó con fervor y contribuyó a regularizar la forma de vida
común que la primitiva Iglesia había aprobado como instituida por los
Apóstoles". El santo fundó también una comunidad femenina. A la muerte
de su hermana, que fue la primera "abadesa", escribió una carta sobre
los primeros principios ascéticos de la vida religiosa. En esa
epístola y en dos sermones se halla comprendida la llamada "Regla de San
Agustín", que constituye la base de las constituciones de tantos
canónigos y canonesas regulares. El santo obispo empleaba las rentas de
su diócesis, como lo había hecho antes con su patrimonio, en el socorro
de los pobres. Posidio refiere que, en varias ocasiones, mandó fundir
los vasos sagrados para rescatar cautivos, como antes lo había hecho
San Ambrosio. San Agustín menciona en varias de sus cartas y sermones la
costumbre que había impuesto a sus fieles de vestir una vez al año a los
pobres de cada parroquia y, algunas veces, llegaba hasta a contraer
deudas para ayudar a los necesitados. Su caridad y celo por el bien
espiritual de sus prójimos era ilimitado. Así, decía a su pueblo, como
un nuevo Moisés o un nuevo San Pablo: "No quiero salvarme sin vosotros".
"¿Cuál es mi deseo? ¿Para qué soy obispo? ¿Para qué he venido al mundo?
Sólo para vivir en Jesucristo, para vivir en El con vosotros. Esa es mi
pasión, mi honor, mi gloria, mi gozo y mi riqueza".
Pocos hombres han
poseído un corazón tan afectuoso y fraternal como el de San Agustín. Se
mostraba amable con los infieles y frecuentemente los invitaba a comer
con él; en cambio, se rehusaba a comer con los cristianos de conducta
públicamente escandalosa y les imponía con severidad las penitencias
canónicas y las censuras eclesiásticas. Aunque jamás olvidaba la
caridad, la mansedumbre y las buenas maneras, se oponía a todas las
injusticias sin excepción de personas. San Agustín se quejaba de que la
costumbre había hecho tan comunes ciertos pecados que, en caso de
oponerse abiertamente a ellos, haría más mal que bien y seguía fielmente
las tres reglas de San Ambrosio: no meterse a hacer matrimonios, no
incitar a nadie a entrar en la carrera militar y no aceptar invitaciones
en su propia ciudad para no verse obligado a salir demasiado.
Generalmente, la correspondencia de los grandes hombres es muy
interesante por la luz que arroja sobre su vida y su pensamiento
íntimos. Así sucede, particularmente con la correspondencia de San
Agustín. En la carta quincuagésima cuarta, dirigida a Januario, alaba la
comunión diría, con tal de que se la reciba dignamente, con la humildad
con que Zaqueo recibió a Cristo en su casa; pero también alaba la
costumbre de los que, siguiendo el ejemplo del humilde centurión, sólo
comulgan los sábados, los domingos y los días de fiesta, para hacerlo
con mayor devoción. En la carta a Ecdicia explica las obligaciones de la
mujer respecto de su esposo, diciéndole que no se vista de negro, puesto
que eso desagrada a su marido y que practique la humildad y la alegría
cristianas vistiéndose ricamente por complacer a su esposo. También la
exhorta a seguir el parecer de su marido en todas las cosas razonables,
particularmente en la educación de su hijo, en la que debe dejarle la
iniciativa. En otras cartas, el santo habla del respeto, el afecto y la
consideración que el marido debe a la mujer. La modestia y humildad de
San Agustín se muestran en su discusión con San Jerónimo sobre la
interpretación de la epístola a los Gálatas. A consecuencia de la
pérdida de una carta, San Jerónimo, que no era muy paciente, se dio por
ofendido. San Agustín le escribió: "Os ruego que no dejéis de corregirme
con toda confianza siempre que creáis que lo necesito; porque, aunque la
dignidad del episcopado supera a la del sacerdocio, Agustín es inferior
en muchos aspectos a Jerónimo". El santo obispo lamentaba la actitud de
la controversia que sostuvieron San Jerónimo y Rufino, pues temía en
esos casos que los adversarios sostuviesen su opinión más por vanidad
que por amor de la verdad. Como él mismo escribía, "sostienen su opinión
porque es la propia, no porque sea la verdadera; no buscan la
verdad, sino el triunfo".
La
Verdad ante el error
Durante los treinta y cinco años de su episcopado, San Agustín tuvo que
defender la fe católica contra muchas herejías. Una de las principales
fue la de los donatistas, quienes sostenían que la Iglesia católica
había dejado de ser la Iglesia de Cristo por mantener la comunión con
los pecadores y que los herejes no podían conferir válidamente ningún
sacramento. Los donatistas eran muy numerosos en Africa, donde no
retrocedieron ante el asesinato de los católicos y todas las otras
formas de la violencia. Sin embargo, gracias a la ciencia y el
infatigable celo de San Agustín y a su santidad de vida, los católicos
ganaron terreno paulatinamente. Ello exasperó tanto a los donatistas,
que algunos de ellos afirmaban públicamente que quien asesinara al santo
prestaría un servicio insigne a la religión y alcanzaría gran mérito
ante Dios. El año 405, San Agustín tuvo que recurrir a la autoridad
pública para defender a los católicos contra los excesos de los
donatistas y, en el mismo año, el emperador Honorio publicó severos
decretos contra ellos. El santo desaprobó al principio esas medidas,
aunque más tarde cambió de opinión, excepto en cuanto a la pena de
muerte. En 411, se llevó a cabo en Cartago una conferencia entre los
católicos y los donatistas que fue el principio de la decadencia del
donatismo. Pero, por la misma época, empezó la gran controversia
pelagiana.
Pelagio era
originario de la Gran Bretaña. San Jerónimo le describía como un hombre
alto y gordo, repleto de avena de Escocia". Algunos historiadores
afirman que era irlandés. En todo caso, lo cierto es que había rechazado
la doctrina del pecado original y afirmaba que la gracia no era
necesaria para salvarse; como consecuencia de su opinión sobre el pecado
original, sostenía que el bautismo era un mero título de admisión en el
cielo. Pelagio pasó de Roma a Africa el año 411, junto con su amigo
Celestio y aquel mismo año, el sínodo de Cartago condenó por primera vez
su doctrina. San Agustín no asistió al concilio, pero desde ese momento
empezó a hacer la guerra al pelagianismo en sus cartas y sermones. A
fines del mismo año, el tribuno San Marcelino le convenció de que
escribiese su primer tratado contra los pelagianos. Sin embargo, el
santo no nombró en él a los autores de la herejía, con la esperanza de
así ganárselos y aun tributó ciertas alabanzas a Pelagio: "Según he oído
decir, es un hombre santo, muy ejercitado en la virtud cristiana, un
hombre bueno y digno de alabanza". Desgraciadamente Pelagio se obstinó
en sus errores. San Agustín le acosó implacablemente en toda la serie de
disputas, subterfugios y condenaciones que siguieron. Después de Dios,
la Iglesia debe a San Agustín el triunfo sobre el pelagianismo. A raíz
del saqueo de Roma por Alarico, el año 410, los paganos renovaron sus
ataques contra el cristianismo, atribuyéndole todas las calamidades del
Imperio. Para responder a esos ataques, San Agustín empezó a escribir su
gran obra, 'La Ciudad de Dios", en el año de 413 y la terminó hasta el
año 426. 'La Ciudad de Dios" es, después de las "Confesiones", la obra
más conocida del santo. No se trata simplemente de una respuesta a los
paganos, sino de toda una filosofía de la historia providencial del
mundo.
En las
'Confesiones" San Agustín había expuesto con la más sincera humildad y
contrición los excesos de su conducta. A los setenta y dos años, en las
"Retractaciones", expuso con la misma sinceridad los errores que había
cometido en sus juicios. En dicha obra revisó todos sus numerosísimos
escritos y corrigió leal y severamente los errores que había cometido,
sin tratar de buscarles excusas. A fin de disponer de más tiempo para
terminar ése y otros escritos y para evitar los peligros de la elección
de su sucesor, después de su muerte, el santo propuso al clero y al
pueblo que eligiesen a Heraclio, el más joven de sus diáconos, quien fue
efectivamente elegido por aclamación, el año 426. A pesar de esa
precaución, los últimos días de San Agustín fueron muy borrascosos. El
conde Bonifacio, que había sido general imperial en África, cayo
injustamente en desgracia de la regente Placidia, e incitó a Genserico,
rey de los vándalos, a invadir África. Agustín escribió una carta
maravillosa a Bonifacio para recordarle su deber y el conde trató de
reconciliarse con Placidia. Pero era demasiado tarde para impedir la
invasión de los vándalos. San Posidio, por entonces obispo de Calama,
describe los horribles excesos que cometieron y la desolación que
causaron a su paso. Las ciudades quedaban en ruinas, las casas de campo
eran arrasadas y los habitantes que no lograban huir, morían asesinados.
Las alabanzas a Dios no se oían ya en las iglesias, muchas de las cuales
habían sido destruidas. La misa se celebraba en las casas particulares,
cuando llegaba a celebrarse, porque en muchos sitios no había alma
viviente a quien dar los sacramentos; por otra parte, los pocos
cristianos que sobrevivían no encontraban un solo sacerdote a quien
pedírselos. Los obispos y clérigos que sobrevivieron habían perdido
todos sus bienes y se veían reducidos a pedir limosna. De las numerosas
diócesis de África, las únicas que quedaban en pie eran Cartago, Hipona
y Cirta, gracias a que dichas ciudades no habían sucumbido aún.
El conde Bonifacio
huyó a Hipona. Ahí se refugiaron también San Posidio y varios obispos de
los alrededores. Los vándalos sitiaron la ciudad en mayo de 430. El
sitio se prolongó durante catorce meses. Tres meses después de
establecido, San Agustín cayó presa de la fiebre y desde el primer
momento, comprendió que se acercaba la hora de su muerte. Desde que
había abandonado el mundo, la muerte había sido uno de los temas
constantes de su meditación. En su última enfermedad, el santo habló de
ella con gozo: "¡Dios es inmensamente misericordioso!" Con frecuencia
recordaba la alegría con que San Ambrosio recibió la muerte y mencionaba
las palabras que Cristo había dicho a un obispo que agonizaba, según
cuenta San Cipriano: "Si tienes miedo de sufrir en la tierra y de ir al
cielo, no puedo hacer nada por ti". El santo escribió entonces: "Quien
ama a Cristo no puede tener miedo de encontrarse con El. Hermanos míos,
si decimos que amamos a Cristo y tenemos miedo de encontrarnos con El,
deberíamos cubrirnos de vergüenza". Durante su última enfermedad, pidió
a sus discípulos que escribiesen los salmos penitenciales en las paredes
de su habitación y los cantasen en su presencia y no se cansaba de
leerlos con lágrimas de gozo. San Agustín conservó todas sus facultades
hasta el último momento, en tanto que la vida se iba escapando
lentamente de sus miembros. Por fin, el 28 de agosto de 430, exhaló
apaciblemente el último suspiro, a los setenta y dos años de edad, de
los cuales había pasado casi cuarenta consagrado al servicio de Dios.
San Posidio comenta: "Los presentes ofrecimos a Dios el santo sacrificio
por su alma y le dimos sepultura". Con palabras muy semejantes había
comentado Agustín la muerte de su madre. Durante su enfermedad, el santo
había curado a un enfermo, sólo con imponerle las manos. Posidio afirma:
"Yo sé de cierto que, tanto como sacerdote que como obispo, Agustín
había pedido a Dios que librase a ciertos posesos por quienes se le
había encomendado que rogase y los malos espíritus los dejaron libres".
Las principales
fuentes sobre la vida y carácter de San Agustín son sus propios
escritos, especialmente las Confesiones, el De Civitate De¡,
la correspondencia y los sermones .
|
|