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Fray Leopoldo: vivió con sinceridad de
corazón la comunión con Dios
Fray
Leopoldo de Alpandeire, nació el 24 de junio de 1864 en Alpandeire
provincia de Málaga. Recibió su bautismo el 29 de junio del párroco del
país Don Antonio Vallecillo Sánchez que le impuso los nombres: Francisco
Tomás de San Juan
Bautista. Fue confirmado el 11 de septiembre de 1881 por el obispo de
Málaga D. Marcelo Spínola y Maestre beatificado por Juan Pablo II en
1897.
Sus padres, Diego Márquez Ayala y Jerónima Sánchez Jiménez, eran
humildes campesinos pero muy trabajadores.
Como la mayoría de la gente de aquella zona tenían que trabajar
duramente para hacer fértiles los campos, difíciles de cultivar dado que
estaban llenos de piedras. La férrea voluntad, fruto de tener doblada la
espalda largo tiempo a la intemperie,
convirtió a los padres en expertos en vida. El trabajo del campo les
enseñó a saber medir y calcular las estaciones y a interpretar los
signos de los tiempos, por lo que aprendieron las primeras nociones de
lectura y de escritura y de las primeras cuentas primero en la vida
cotidiana y luego yendo a la escuela primaria, las únicas a las que se
podía ir debido a las situaciones sociales y civiles del siglo XIX.
Tuvieron otros hijos: Diego, Juan Miguel y María Teresa.
El joven Francisco Tomás fue educado en la piedad cristiana por la madre
y en la seriedad profesional por el padre. Por los testimonios recogidos
de su juventud se sabe que Francisco Tomás frecuentó la escuela primaria
no con resultados demasiados buenos, si bien todos valoraban mucho sus
excelentes cualidades humanas y espirituales. El P. Manuel de Pedrera
dice que, si bien Fr. Leopoldo tenía poca cultura “explicaba con
competencia algunas frases de libros de ascética sobre las que algún
fraile le preguntaba”.
Juicioso, alegre, de agradable compañía, trabajador incansable,
comenzaba su jornada asistiendo a la santa misa y visitando, cuando podía, el
Santísimo. Desde joven ya valoraba la pobreza como expresión de vida
interior, seguramente no condicionado por su situación familiar y social
(insurrección de Cuba; guerra civil carlista e instauración de la I
República de 1873). De hecho compartía su comida frugal con los más
pobres. La bondad natural del joven era signo de su experiencia de fe
que se manifestaba en su conducta ejemplar.
Tenía también una novia, cosa normal en su edad, que se llamaba Antonia
Medinilla.
Sus relaciones estaban marcadas por un gran respeto recíproco, como era
uso en aquellos tiempos: se hablaban a través de la reja de la ventana
de la casa de la joven. Un fraile, años más tarde, dialogando con Fr.
Leopoldo, le hizo esta pregunta: habiendo tenido una novia de joven,
¿cómo podía ser ahora un buen religioso? La respuesta no se hizo esperar
en cuanto que el propio Fr. Leopoldo contaba con su experiencia
religiosa de noviazgo diciendo que había dejado a su novia por amor de
Dios. Había hecho un buen discernimiento entre la vida matrimonial y la
religiosa. El no le había hecho ilusiones a la joven, ya que la había
dejado amigablemente para servir al Señor. Un dato de su vida
significativo, en cuanto que la vida religiosa es una elección madura,
acrecentada en una continua relación con Dios mismo. Entrar en el
convento no es una consecuencia de la pobreza que vivía, ni un refugio
para corazones abatidos, sino que es un ejercicio de madurez, en cuanto
pone de manifiesto lo que desde hace tiempo sentía y vivía en el
contexto familiar y eclesial. Vive intensamente también las obligaciones
civiles, cumpliendo entre 1887-1888 el servicio militar como recluta del
Regimiento de Infantería, Segunda Compañía, Tercer Batallón. La pérdida
del hermano Diego en la guerra de Cuba y la opción convencida de la
Confirmación lo ayudaron a discernir posteriormente su verdadera
vocación.
El hecho central que empujó a Francisco Tomás a decidirse por la vida
religiosa capuchina, fue la celebración en Ronda (Málaga) de un triduo
solemne por la beatificación del capuchino Diego José de Cádiz (1895).
Algunos conocidos dicen que durante esos días había comprendido bien el
espíritu franciscano, más todavía había encontrado su propia realización
vocacional, queriendo ser un verdadero hijo de san Francisco. El ejemplo
del Beato había inducido al joven a servir a Dios con todo su ser hasta
incluso la inmolación. Esto lo había entusiasmado sin caer en un
espiritualismo de fachada, ya que se sabía bien que el camino del
discernimiento estaba hecho de pequeñas etapas.
Las predicaciones y la participación litúrgica empujaron al joven a
hablar claramente de su vocación a D. Rafael sacerdote de Ronda y a los
capuchinos. Era evidente que la edad del joven y sus pocos estudios
podían ser un obstáculo, por lo que su ingreso en la Orden era posible
sólo en calidad de hermano. Ante esta situación Francisco Tomás no se
desalentó, más aún, consciente de sus límites, pidió ser aceptado. El
procedimiento de ingreso, preveía rellenar un cuestionario, pero este
primer paso tardaba en llegar, poniendo a dura prueba la paciencia del
joven. El itinerario de prueba vocacional duró casi cuatro años, durante
los cuales consiguió poder hablar con el P. Cándido de Monreal que
estuvo predicando en Ronda. Le pidió por segunda vez ingresar en los
capuchinos, pero el P. Cándido no tomó la petición en serio, llegando a
olvidarse incluso de su cara. Intervino nuevamente D. Rafael ante el
Padre Provincial Ambrosio de Valencina que le respondió enviándole la
solicitud aceptándolo favorablemente.
Con 35 años entró en el convento de Sevilla como postulante, teniendo
como puntos de referencia para el crecimiento espiritual dos figuras
destacadas por la ascesis y la oración profunda: el provincial Ambrosio
de Valencina y el maestro de novicios Diego de Valencina que encarnaban
los ideales del franciscanismo vivido en la familia capuchina. Vivieron
juntos
en la comunidad de Sevilla una verdadera austeridad marcada no sólo por
la sencillez y la sobriedad de vida, sino por la oración común. Aún
sintiéndose fascinado por la espiritualidad franciscana, jamás escurrió
el bulto sobre los trabajos sencillos y humildes de la vida diaria como
el pelar patatas ayudando en la cocina o el barrer los claustros.
Conociendo bien el trabajo de agricultor lo encargaron de cuidar la
huerta bajo la dirección del hermano hortelano. Durante el año de
formación unió la oración al esfuerzo físico sin dar nunca señales de
cansancio, más todavía prestó siempre una gran atención a todo lo que se
vivía en comunidad. Pasó de postulante a novicio en el mismo año (1899),
en cuanto que las informaciones recibidas eran excelentes y el trabajo
desarrollado en el silencio y en la oración había convencido a cada uno
de los miembros de la comunidad de la bondad de su corazón y de la
rectitud de intenciones de Francisco Tomás. De manos del P. Diego
recibió el hábito y el nombre de Leopoldo de Alpandeire. Tal nombre no
era corriente en la tradición capuchina y los biógrafos del Siervo de
Dios recuerdan que existía otro Leopoldo de Castelnuovo, capuchino,
nacido en Yugoslavia y de nombre Bogdan Mandich elevado a los altares
por Juan Pablo II (1983). Los dos hermanos viven en ambientes muy
diferentes, pero en la misma época, la única santidad de Dios, el uno
como apóstol del confesonario, el otro como mendicante de Dios.
Como novicio Leopoldo desarrolló los dones espirituales. Quienes lo
conocieron afirmaron que su alegría santa era igual a su profunda
interioridad tanto que se transparentaba en su cara y en sus ojos.
El que vive con sinceridad de corazón la comunión con Dios vive sereno
en cada gesto de la vida cotidiana, incluso cuando sobrevienen las
inevitables pruebas de la vida. El novicio experimentó en la oración la
alegría de haber correspondido a la llamada de Dios. Es cierto: tenía ya
36 años, pero la juventud del espíritu afirma no sólo el grado de
interiorización de la propia vocación, sino también la serenidad de las
opciones diarias encaminadas por la voluntad de agradar a Dios en cada
cosa. La experiencia del noviciado puso las bases de su camino
espiritual, en cuanto que su amor a Dios queda aún más elevado por el
conocimiento de la espiritualidad capuchina y de la regla de vida. La
fraternidad ayudó mucho al hermano a crecer en la santidad de vida y
esto lo manifestaron sus amigos connovicios que ya veían en él signos de
belleza espiritual que iba madurando.
En 1900 emitió los votos simples en el convento de Sevilla y lo
encargaron del huerto. En 1903 fue trasladado al convento de Granada
donde profesó el 23 de noviembre en manos del P. Francisco de Mendieta.
En 1913 es trasladado, de nuevo, a Sevilla como portero. La motivación
de este cambio la manifestó el P. Ramón de Gines que, conociéndolo
personalmente, lo quiso en Sevilla porque: “En el convento donde estaba
el Siervo de Dios – decía -- llovían copiosamente las gracias del Señor
y se alejaban los castigos”.
Este cargo de portero duró sólo un año, ya que fue reclamado a Granada
donde ocupará los cargos de sacristán y de limosnero hasta 1953. El
oficio de limosnero suponía recorrer las cuatro provincias de Andalucía
oriental: Granada, Málaga, Jaén y Almería. En 1936 el convento de
Granada vivió momentos difíciles por la revolución marxista. Fr.
Leopoldo rezaba por los enemigos de la Iglesia.
En 1950 celebró sus cincuenta años de vida religiosa, renovando los
votos en manos del P. Provincial Buenaventura de Cogollos Vega. Mientras
cumplía su oficio de limosnero, el 9 de febrero de 1953 cayó por las
escaleras de un bloque de pisos. Fue socorrido por un vecino del
inmueble que lo llevó al convento. Posteriormente el P. Salvador de
Montefrío y el P. Manuel de Pedrera lo trasladaron al hospital de
Nuestra Señora de la Salud, donde fue acogido y curado por el médico
Dr. Alberto Capilla. No estando dotado este hospital de Rayos X fue
trasladado en una ambulancia a otro centro de radiología.
El diagnóstico fue fractura del fémur derecho. Por fortuna la fractura
se anudó y el Siervo de Dios pudo llevar una vida conventual normal
gracias a la ayuda de dos bastones. Ya no salió más a la calle. Así pudo
dedicarse por completo a Dios que había sido la gran pasión de su vida.
A principios de febrero de 1956 enfermó de pulmonía a la que se
añadieron problemas gástricos. El 9 de febrero de 1956 Fr. Leopoldo de
Alpandeire murió a los 92 años de edad en el convento de Granada
confortado con los santos sacramentos. Ante la noticia de su muerte una
gran multitud de fieles se dio cita en la iglesia del convento para
venerar sus restos pasando por su cadáver toda clase de objetos o
cortándole trocitos de cuerda y de hábito como preciada reliquia. Su
entierro fue multitudinario y en él participaron miles de personas de
Granada de todas las clases sociales que lo consideraban como un santo.
S US
TRES AVEMARÍAS
Sus grandes devociones fueron la pasión de Cristo y
la Eucaristía, que inculcaba a todos. En su recorrido de limosnero
incluía la iglesia donde estuviera el jubileo de las Cuarenta Horas. De
noche pasaba largas horas ante el sagrario. Si le comentaban algo sobre
esto, fiel a su norma de que sus sacrificios quedaran entre dios y él,
diría que había que procurar que no se apagara nunca la lámpara del
Santísimo.
Entre sus apostolados destacaba la devoción a la
Virgen. Esta fue para él maternal y amoroso refugio. La forma de
invocarla eran sus tres avemarías. Subrayado, porque tal como él las
rezaba tenían un sello personalísimo. No es fácil describirlo. Caían de
sus labios pausadas, hondas... como las campanadas del ángelus al
atardecer. Sobrecogía el anímo de cuantos le escuchaban en el rezo,
"daba escalofrios el oírselas". Llevarán enfermos a la portería para que
les rece y le harán ir por el mismo motivo a sus propios domicilios; le
rogarán que las rece por sus intenciones en medio de la calle, donde
quiera tenga la fortuna de hallarlo. ¡Cuántas veces se las oímos por
teléfono!Serían contestadas lo mismo desde Granada que desde otras
ciudades lejanas de España y del extranjero. ¡Y es que aquellas tres
avemarías tenían fama de taumatúrgicas!. Nunca omitía el rezo del
ángelus. Si le sorprendía el toque del ángelus en alguna casa o en lugar
público, invitaba a rezarlo. Se dieron casos en que aún no creyentes las
escuchaban con el máximo respeto.
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